Por Roberto Chávez
El fútbol ecuatoriano guarda un silencio cómplice. Mientras los cuerpos de cuatro niños futbolistas yacen calcinados cerca de la base militar de Taura en la provincia de Guayas, las figuras del deporte, el periodismo “especializado” e instituciones deportivas del país miran hacia otro lado. Ismael, Josué, Saúl y Steven, de entre 11 y 15 años, no solo fueron víctimas de una desaparición forzada y posterior asesinato, presuntamente, a manos de militares; también son víctimas de la indiferencia del deporte más popular del país.
«Somos futbolistas, no delincuentes», rezaban varias de las pancartas que acompañaban los plantones que demandaban que los niños regresen con vida.
La frase, desgarradora en su simpleza, desnuda una verdad incómoda: en Ecuador, ser jóven, negro y pobre te convierte en sospechoso permanente. Incluso cuando tus sueños están en una cancha de fútbol y tus logros cuelgan en forma de medallas en las paredes de tu casa, como sucedía con Ismael Arroyo, goleador de la Academia “Richard Borja” y sobrino del ex seleccionado nacional Micheal Arroyo quien lo llevó a probarse en las inferiores de Barcelona en su momento.
El silencio de la Federación Ecuatoriana de Fútbol, que encontró tiempo para lamentar el fallecimiento del hermano de un dirigente pero no la de cuatro niños futbolistas asesinados a manos de las Fuerzas Armadas, es ensordecedor, guardaron un silencio sepulcral ante el asesinato de cuatro niños que podrian algún día haber vestido la tricolor nacional. En este mismo sentido, mientras las cuentas oficiales de la Selección enviaban mensajes de Navidad y Año Nuevo, las madres de Ismael y Josué Arroyo, de Steven Medina y de Nehemías Arboleda lloraban la ausencia de sus hijos.
La Liga Pro Ecuador, con sus programas de desarrollo infanto-juvenil, calla. Los dieciséis clubes profesionales de primera categoría, mudos. Mientras los periodistas deportivos se deshacían en condolencias y congojas por la muerte de colegas extranjeros, apenas susurraban sobre el asesinato de cuatro futbolistas en potencia.
El Ministerio del Deporte, convertido en vitrina electoral del gobierno de Noboa, también ha optado por el silencio cómplice. La misma institución que no duda en utilizar sus redes sociales como caja de resonancia del presidente, guarda un conveniente mutismo ante el asesinato de cuatro niños deportistas.
Y mientras la indignación popular crece, Noboa, quien inicialmente sugirió declarar «héroes nacionales» a los niños, ahora mantiene un silencio calculado desde que la Fiscalía confirmó la identidad de los cuerpos calcinados, evidenciando que su preocupación principal es proteger su imagen ante la inminente campaña electoral.
Solo Frickson Erazo, ex futbolista afroecuatoriano, se atrevió a nombrar lo innombrable: «Criminalizar la pobreza y nuestra piel negra es lo más deleznable que puede existir por parte de quienes se supone deben cuidarnos y protegernos». Sus palabras resuenan en un vacío de pronunciamientos institucionales.
¿Dónde están las voces de los futbolistas profesionales que surgieron de barrios similares a Las Malvinas? ¿Dónde están los referentes del fútbol ecuatoriano? ¿Dónde está la Asociación de Futbolistas? El silencio de quienes lograron escapar de contextos similares resulta particularmente doloroso.
Hay una imagen que ha dado la vuelta al mundo, y es aquella que retrata a Josué e Ismael posando en un partido de fútbol, a sus espaldas se encuentra la cancha del estadio Isidro Romero Carbo del Barcelona SC, que, de manera involuntaria se ha vuelto un símbolo de su amor por el fútbol. Detrás de sus rostros, el templo del fútbol ecuatoriano se alza como testigo mudo de sus sueños truncados.
El fútbol ecuatoriano de ha poco ha elegido de qué lado de la historia está, es imposible olvidar que mientras Liga Deportiva Universitaria condecoraba a la Policía Nacional tras el paro nacional de 2022, ignorando centenares de heridos y múltiples muertes, hoy ese mismo fútbol mira hacia otro lado cuando sus propios niños son desaparecidos por fuerzas del Estado.
Eduardo Galeano escribió que «el fútbol es el espejo del mundo». Si es así, el espejo ecuatoriano refleja una imagen perturbadora: la de un deporte que ha perdido su conexión con sus raíces populares, que calla ante la injusticia y que permite que sus niños sean criminalizados por el color de su piel y su origen social.
El periodismo deportivo ecuatoriano, que tanto gusta de crear héroes y villanos, que no duda en criticar un mal pase o una alineación cuestionable, se mostró incapaz de alzar su voz contra un crimen de Estado. Algunos de estos comunicadores, que llevan como estandarte frases sobre la ética y la verdad, prefirieron sumarse a la campaña de desprestigio contra las víctimas, sugiriendo entre líneas que «algo habrían hecho».
Ese mismo periodismo, que construye narrativas heroicas sobre jugadores que surgieron de la pobreza, hoy contribuye a la criminalización de niños que comparten ese mismo origen. Sus micrófonos y cuentas, tan ágiles para replicar discursos oficiales, enmudecen ante la evidencia de un crimen de Estado.
Mientras tanto, en las redes sociales continúa una campaña sistemática para desacreditar a las víctimas y sus familias, intentando «limpiar» la imagen de las Fuerzas Armadas y del gobierno de Noboa. El fútbol, con su silencio, es cómplice de esta narrativa que pretende justificar lo injustificable.
El silencio del fútbol ecuatoriano no es neutral: es complicidad. Y esta complicidad tiene consecuencias. Cada vez que un jugador es insultado por el color de su piel, cada vez que naturalizamos la violencia contra personas históricamente empobrecidas, estamos perpetuando el sistema que permitió que cuatro niños futbolistas fueran asesinados con total impunidad.
Las preguntas son inevitables: ¿Cuántos Ismaeles, Josués, Saúles y Stevens hay en las canchas polvorientas de Ecuador? ¿Cuántos talentos se perderán no sólo por la violencia estatal sino también por el crimen organizado, la ausencia de políticas públicas efectivas frente a los crímenes de odio, y por la complicidad silenciosa de quienes deberían protegerlos? ¿En qué momento el fútbol ecuatoriano decidió que el silencio era una opción aceptable frente al asesinato de sus propios niños?
El fútbol ecuatoriano tiene una deuda, y es una deuda que se paga con verdad, con justicia y con memoria. Porque Ismael, Josué, Steven y Nehemías no eran solo cuatro niños más. Eran futbolistas. Eran el futuro. Eran Ecuador.
Porque el silencio, en este caso, no es neutralidad. Es complicidad.