Editorial de Radio Pichincha
Si alguien ya ha roto récords de hacer el ridículo pasando un día, no es ni un comediante, ni un actor de baja ralea y menos aún un asambleísta de aquellos que tasan y cotizan su voto según el pagador. Tampoco se trata de alguien con quien uno pueda pasar un buen rato sin pensar y menos imaginar que con sus bochornos nos pueda hacer daño.
Hacer el ridículo es una cosa seria, que acarrea graves consecuencias de orden sicológico. No es un asunto menor con el que alguien pueda vivir por siempre y menos todos los días.
Hacer el ridículo, casi a diario, requiere una preparación dura y sacrificada. Seguramente exige un acompañamiento científico y hasta tecnológico. Muy difícilmente hay personas preparadas para hacer el ridículo día tras día, semana tras semana, mes tras mes y que no tenga efectos colaterales.
Puede ser un esfuerzo digno de una medalla, de un Premio Nobel o al menos de un reconocimiento público con aplauso sostenido y lágrimas de emoción contenida. O también podría ser un gran mérito de quienes, como el Hijo Bobo, el Padre Bobo o los Aparicios o los Ordóñez, le dedican mucho tiempo a una construcción semántica y semiótica de grandes discursos que no terminan sino en el gran ridículo.
Habrá que instituir el HACER EL RIDÍCULO como la gran pedagogía de nuestro mandatario “namber guan”. Y con sobrados méritos podría recibir a cambio un HORRORIS CAUSA, a cargo de ese longo rector de la San Pancho, que no estará para nada en el ridículo, pero si en el mejor de los mundos posibles.
En fin… Hacer el ridículo, diciendo que el artesano Ángel Freire vaya a BanEcuador a recibir un puesto porque Guillermo Lasso es su padrino está bien para la parodia y el chiste agrio de El Miche, pero no de un Presidente de la República.
Ya qué más podemos hacer. Hagamos todos el ridículo y sintonicémonos con la ridiculez antes de llorar porque en este mar de desasosiego ya no otra forma de sobrellevar las amarguras de todos los días. PUNTO.